Octavario a Cristo Rey VI

Entendido rectamente, el Reinado Social y Político de Jesucristo no evita la tensión existencial entre la sociedad histórica y el orden divino, entre el principio antropológico y el principio teológico, para decirlo en términos de Voegelin, porque tanto el hombre como la sociedad encuentran su orden y su verdad cuando se abren y conforman al orden y a la verdad divinos. No hay orden moral, tampoco político, sino en el sometimiento a la verdad y al bien, “porque la idea de moralidad -enseña León XIII- implica primordialmente un orden de dependencia con relación a la verdad, que es la luz del alma, y con relación a la bondad, que es el fin de la voluntad”.

O, para recurrir a la brillante simbología agustiniana, el devenir histórico de la civitas homini puede discurrir por caminos diferentes del de la Civitas Dei, pero ello no significa que los hombres y los gobernantes deban dejar de considerar el orden de los fines queridos y establecidos por Dios como el verdadero orden de la sociedad política, pues “como el pintor es anterior a la pintura y el arquitecto anterior a la construcción, así las ciudades son anteriores a sus instituciones.”. En todo caso, ese reinado discreto y sutil de Nuestro Señor se manifiesta como una exigencia en la tensión existencial de las sociedades históricas, exigencia de elevarse de lo profano a lo sacro, en que la religión limita determinadas realizaciones políticas e inspira otras.
En este tiempo de espera y de esperanza, la Natividad de Nuestro Señor debe llamar a reconocer la realeza plena del Niño Jesús. Los católicos no debemos conformarnos con erigirle en Rey de nuestros corazones y de su Iglesia; no podemos dejar a la ciudad rigiéndose por el principio de laicidad –aunque se nos invite a asumirlo como positivo-. Tenemos la obligación de convertirle y proclamarle, con nuestras obras y nuestras plegarias, en Rey y Soberano Señor del orden temporal, de la vida social y política.
 Juan Fernado Segovia, en Argentinidad

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