La muerte lo cambia todo

Vivimos ajenos al morir y, sin embargo, morimos cada día un poco, con lo que ayer fue y dejó de ser, con lo que ya no tenemos entre las manos, con lo que hemos sido y vamos arrastrando.

Cuando uno se encuentra con la muerte de frente, sin apartar la mirada, lo que descubre en un inmenso vacío de la persona amada, del amigo o del familiar. Un vacío pleno, porque durante los primeros días del duelo, todo te recuerda la ausencia, todo es tener presente que no está ya más, y más ya no estará como nosotros lo tuvimos.

Eso, precisamente esa ausencia presente, es lo paradójico de la muerte.

Dicen los modernos que alguien no termina de morir del todo mientras se le recuerde (Coco, preciosa película que acusa de asesinos a quien sufra alzheimer) y, aunque tenga cierta verdad encerrada en su mentira, no rebaja la expectativa que late en nuestro dolor: que no es posible, que no ha sido un sueño, que aunque se fueron están, porque son, y porque nunca dejarán de ser.

Porque participan del ser, del Que Es, y Era y Será. Porque están en Dios.

"Pues ya no pueden morir, son como ángeles; son hijos de Dios, porque participan de la resurrección"
Lc 20, 36.

Vivir lo cambia todo: sí que han muerto, pero no están muertos; los nuestros, los que Dios ha anudado a nuestro querer por la sangre o la historia, no pueden sino vivir en el amor. Y Dios es amor, y Dios nunca muere.

Yo no tengo miedo a morir, sino a que se me mueran; pero más miedo tengo a matar, a dejar morir de olvido y de desamor.

Vivir como si fueramos a morir hoy mismo, ahora mismo, con la mesa llena de papeles sin ordenar y la lavadora sin tender, con esa llamada pendiente de hacer y consolar, y con esa espina clavada en el alma por un pecado de ayer... vivir constantemente dando cuentas del amor, en definitiva, morir de amor.

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