Nuestra Señora de los Ángeles

Cuando la Virgen recibió la embajada del ángel: ¿quién se asombró más, ella o él?
Más bien debió ser un reconocimiento mutuo de sí mismos en el otro. Como encontrarte con un hermano que hace muchísimo tiempo que no has visto, o como por fín conocer en persona a alguien que te fascina.
Porque entre la Virgen y el ángel no hubo más distancia que un leve aleteo, una sorpresa deseada, un suspiro de siglos contenido y al fin exhalado.
Ella reina de él. Él, a medida de élla.

Porque, ¿qué fue antes en Dios, la creación de los ángeles, o el sueño de la encarnación?

Y si Dios no deja de serlo nunca, y si el Hijo siempre lo ha sido, ¿no habrán sido hechos a medida suya?
Los ángeles los creó Dios para ella, para mensajeros de este mensaje. Todas las demás comunicaciones del cielo sólo fueron ensayos, preludios, anticipos...de la buena nueva: Cristo.
Ésta era la noticia, éste el evangelio, ésta la evangelizada.

Gabriel hubiera sufrido las envidias de todos los coros angélicos si no fuera porque ellos no tienen envidia. Y porque -seguro, así debió ser- todos estaban aquel día en Nazaret, la ciudad diminuta de Galilea, capital del ejército celestial, villa y corte del la Reina de los Cielos, la Señora de los Ángeles.

Regina Angelorum, ora pro nobis.

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María, a tus sacerdotes, danos un corazón angelical.
No nos des una pureza impostada: danos de tu Corazón Inmaculado,
la espada de doble filo,
la herida abierta que nadie cicatrice
por la salvación de todos los hombres,
la corona de azucenas de la castidad viril y fecunda.

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