Cruzada por la santa pureza




Vivmos días terribles. El demonio sabe lo que le espera, y como una lagartija a la que le cortan la cola, ésta se remueve incesante, enloquecida, para abatir cuantos más mejor.
Es una lucha, una lucha atroz. ¡Y son tantos los frentes!
Quiere el Malo ensuciar la sede de Pedro, y lanza contra ella toda clase de mentiras y calumnias, de sospechas y recelos, para hacer flaquear a los pequeños.
Los principios de la verdad católica son discutidos por los que deberían ser sus defensores, aquellos que estudian y escudriñas las sagradas escrituras.
Los obispos flaquean, los sacerdotes duermen, los fieles languidecen...
En las naciones católicas se ha vendido a Cristo por treinta monedas: la de la modernidad, del progreso, del libertinaje...

¿Desfallecer? Eso es la salida de los débiles, que somos todos nosotros.
¿Qué otra cosa nos queda? ¡Luchar! Pero no con nuestras fuerzas, sino con las de Cristo y su gracia.

Mirando el campo de batalla quisiera uno huir, pues ¡han caído tantos!
Pero nosotros tenemos puesta la mirada en la Cruz, en el trono de nuestro Rey, y cuanto más nos haga participar de su imperio, por el dolor y la persecución, más cerca está la victoria.
Tenemos que mirar a quienes está detrás nuestro, en retaguardia, y a quienes luchan con nosotros. No aquellos que han minado desde dentro nuestra fuerza -esos ya están muertos, aunque tengan apariencia de vivos- sino a los que luchan por las mismas causas, aunque no con el mismo nombre. Y a los santos, a los mártires, a las vírgenes que entregaron lo mejor de sí para que Cristo reine.
Hoy más que nunca hemos de unirnos los católicos, codo con codo, en Pedro y por María. Superemos divisiones, dejemos discusiones, venzamos la pusilanimidad. Lo blanco es blanco y lo negro es negro. ¡Despertad!
A Dios lo que es de Dios, y al César lo que es del César.

Tantas brechas quiere hacernos el enemigo como opiniones podamos tener. Y no es tiempo de descollar por nuestras originalidades, sino por saber manternos firmes en la tradición que nos lleva, en la herencia de nuestra fe.

Pues, adelante: entregarnos lo mejor que podamos, lo más sinceramente que podamos: para ello tendremos que pedirle a la Reina que nos purifique el corazón, que nos devuelva la pureza y la inocencia, para recuperar el ardor. ¡Despertad, almas, que llega el Esposo! Todos nos hemos dormido, ¡avivemos la llama para que no se apague con el aceite de la misericordia, de la vigilancia, del santo temor de Dios. Necesitamos luchar por la pureza del cuerpo, del alma, del corazón. Y digo bien, luchar, porque es una corona que sólo se regala a los esforzados. En un mundo corrompido hasta la médula, salvemos lo que Dios ha creado como bueno, desechemos las perversiones que del Maligno vienen.

Ella, la Madre del gran Rey, María Inmaculada será nuestra capitana. La Tota Pulchra, toda hermosa, porque no hay en ella mancha alguna. Ella, que callada al pie de la cruz ofreció el sacrificio de sí misma al Padre. Ella, que desde la hora de la cruz es nuestra Madre y Señora.
Y lucharemos, debemos luchar, hasta caer rendidos. No sólo a base de victorias que nos engalanen, sino también de derrotas que sepamos consagrar a su amor.

¡Todo tuyos somos, todo tuyos!

Comentarios

Entradas populares de este blog

Víspera de Corpus

Un Corazón que arde y abraza (V)

¿Por qué ofrecerles misas a los muertos?