Mi historia de Historia de un alma


Cuando entré al seminario, lo hice con muy pocos libros debajo del brazo. Creo que sólo un par de novelas que tenía a medias y tres libros de espiritualidad: el Nuevo Testamento, el Kempis (una preciosa edición de 1875, comprada en la Cuesta Moyano) y Camino (edición de 1942). No había más, porque no conocía nada más. Pero tampoco iba descalzo. Con los dos primeros se pueden pasar muy bien unos ejercicios espirituales, por nefasto que sea el director. Y el tercero siempre da sorpresas, se abra por donde se abra.


Cuando entré al seminario, lo primero que cayó en mis manos fue "Historia de un alma". Lo abrí en la oración de la mañana, y comencé a leer:

Historia primaveral de una Florecita blanca, escrita por ella misma y dedicada a la Reverenda Madre Inés de Jesús.
 Uf... monjíbiris, monjíbiris. Le daremos un voto de confianza. Y seguí leyendo:
Me acuerdo también del viaje que hice a Le Mans. Era la primera vez que iba en tren. ¡Qué alegría verme viajar sola con mamá...! Sin embargo, ya no recuerdo por qué, me eché a llorar, y nuestra pobre mamaíta sólo pudo presentar a nuestra tía de Le Mans a un feo bichito todo enrojecido por las lágrimas que había derramado en el camino...



Mi decepción iba en aumento, más rápido que un cohete interestelar. ¡Cómo nos podían hacer tragar esa mantequilla almibarada, rellena de crema y cubierta de merengue! Unos días, bastantes, dejé a "Teresita" -hasta el nombre era relamido- y me puese a leer a Antony de Mello (sí, es lo que había) Pero al poco me dí cuenta, sin hablarlo si quiera con el formador, que los cuenticitos de la rana que ríe me distraían, se me hacía más corta la oración ('25) pero no me ayudaban a clavar los ojos en el Sagrario. Así que volví a Teresa, la pequeña doctora.

También la pobre Teresita, al no encontrar ninguna ayuda en la tierra, se había vuelto hacia su Madre del cielo, suplicándole con toda su alma que tuviese por fin piedad de ella...
De repente, la Santísima Virgen me pareció hermosa, tan hermosa, que yo nunca había visto nada tan bello. Su rostro respiraba una bondad y una ternura inefables. Pero lo que me caló hasta el fondo del alma fue la "encantadora sonrisa de la Santísima Virgen".
En aquel momento, todas mis penas se disiparon. Dos gruesas lágrimas brotaron de mis párpados y se deslizaron silenciosamente por mis mejillas, pero eran lágrimas de pura alegría... ¡La Santísima Virgen, pensé, me ha sonreído! ¡Qué feliz soy...! Sí, [30vº] pero no se lo diré nunca a nadie, porque entonces desaparecería mi felicidad.
¿No necesitaba yo también de una mirada así de la Virgen? ¿No había venido yo como un pequeño animalillo asustado, añorando todo lo que había dejado...? Sí, Teresita podría comprenderme, porque ella también tuvo que aprender a ser fuerte.
Me imagino que he nacido en un país cubierto de espesa niebla, y que nunca he contemplado el rostro risueño de la naturaleza inundada de luz y transfigurada por el sol radiante. Es cierto que desde la niñez estoy oyendo hablar de esas maravillas. Sé que el país en el que vivo no es mi patria y que hay otro al que debo aspirar sin cesar. Esto no es una historia inventada por un habitante del triste país donde me encuentro, sino que es una verdadera realidad, porque el Rey de aquella patria del sol radiante ha venido a vivir 33 años [6rº] en el país de la tinieblas.
Las tinieblas, ¡ay!, no supieron comprender que este Rey divino era la luz del mundo... Pero tu hija, Señor, ha comprendido tu divina luz y te pide perdón para sus hermanos. Acepta comer el pan del dolor todo el tiempo que tú quieras, y no quiere levantarse de esta mesa repleta de amargura, donde comen los pobres pecadores, hasta que llegue el día que tú tienes señalado... ¿Y no podrá también decir en nombre de ellos, en nombre de sus hermanos: Ten compasión de nosotros, Señor, porque somos pecadores...? ¡Haz, Señor, que volvamos justificados...! Que todos los que no viven iluminados por la antorcha luminosa de la fe la vean, por fin, brillar...
¡Oh, Jesús!, si es necesario que un alma que te ama purifique la mesa que ellos han manchado, yo acepto comer sola en ella el pan de la tribulación hasta que tengas a bien introducirme en tu reino luminoso... La única gracia que te pido es la de no ofenderte jamás...
Esto era otra cosa. Muchos ratos se hicieron oración de la mano de este alma sacerdotal, de la pluma de esta niñita francesa que tenía el corazón sólo en Dios. Y mucha luz vino de sus palabras:
Como estos mis deseos me hacían sufrir durante la oración un verdadero martirio, abrí las cartas de san Pablo con el fin de buscar una respuesta. Y mis ojos se encontraron con los capítulos 12 y 13 de la primera carta a los Corintios...
Leí en el primero que no todos pueden ser apóstoles, o profetas, o doctores, etc...; que la Iglesia está compuesta de diferentes miembros, y que el ojo no puede ser al mismo tiempo mano.
... La respuesta estaba clara, pero no colmaba mis deseos ni me daba la paz...
Al igual que Magdalena, inclinándose sin cesar sobre la tumba vacía, acabó por encontrar [3vº] lo que buscaba, así también yo, abajándome hasta las profundidades de mi nada, subí tan alto que logré alcanzar mi intento...
Seguí leyendo, sin desanimarme, y esta frase me reconfortó: "Ambicionad los carismas mejores. Y aún os voy a mostrar un camino inigualable". Y el apóstol va explicando cómo los mejores carismas nada son sin el amor... Y que la caridad es ese camino inigualable que conduce a Dios con total seguridad.
Podía, por fin, descansar... Al mirar el cuerpo místico de la Iglesia, yo no me había reconocido en ninguno de los miembros descritos por san Pablo; o, mejor dicho, quería reconocerme en todos ellos... La caridad me dio la clave de mi vocación.


Poco a poco, página a página, se iba descubriendo una mística, una escala de perfección, un magisterio que podía recorrerlo quien se dejara llevar en la alas del amor divino.

Madre querida, ésa es mi oración. Yo pido a Jesús que me atraiga a las llamas de su amor, que me una tan íntimamente a él que sea él quien viva y quien actúe en mí. Siento que cuanto más abrase mi corazón el fuego del amor, con mayor fuerza diré "Atráeme"; y que cuanto más se acerquen las almas a mí (pobre trocito de hierro, si me alejase de la hoguera divina), más ligeras correrán tras los perfumes de su Amado.
Y así, por una vida reservada, como un pedazo de jardín oculto al mundo, Dios nos ha regalado un árbol de frutos buenos y fecunda sobra, donde podemos crecer bien alimentados, donde se nos abre la intimidad de Dios para vivir... por la confianza y el amor


Comentarios

Entradas populares de este blog

Víspera de Corpus

Un Corazón que arde y abraza (V)

¿Por qué ofrecerles misas a los muertos?