¡Oh dulzura, oh ternura, oh María!


Después del adorable nombre de Jesús, el nombre más grande, más poderoso y más dulce es indudablemente el venerable nombre de María. De aquí la veneración universal de que está rodeado en toda la cristiandad. De esta veneración brotó la fiesta que (hoy) se le hace.
Esta fiesta empezó a celebrarse, con la aprobación pontificia, en España, en 1513, el 15 de septiembre, octava de la Natividad. Tenía un oficio particular. San Pio V, en la reforma de los Oficios divinos, la suprimió. Pero Sixto V, su sucesor inmediato, movido por las instancias del Cardenal Deza, la restituó. En 1622, Gregorio XV la extendía a la diócesis de Toledo. En 1671 fue extendida a toda España y al Reino de Nápoles. En 1689, Inocencia XI, para conmemorar la gran victoria obtenida por Sobieski sobre los turcos en el asedio de Viena, con amenza evidente para toda la civilización europea, la extendió a toda la Iglesia. Su sucesor, Inocencio XII, algunos años después, fijaba su celebración, con oficio propio, el domingo infraoctava de la Natividad. S. Pío X, en la reforma del Oficio divino, fijaba la fiesta del nombre de María el 12 de septiembre, aniversario de la derrota de los turcos bajo las murallas de Viena.

Roschini, Gabriel M., La Madre de Dios según la fe y la teología, t. II, p. 652. Apostolado de la Prensa, Madrid 1955.  

(Muy recomendable para obispos solsoneses que dicen disparates nacionalistoides sobre la Virgen Santísima)

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