Salve, Señora de Segovia


La Virgen no deja de sonreír. Ahí está, en su altar, mirando a sus plantas lo mismo a quien le reza que a quien le roba, quien le roba el brazo de su Niño. (¡Dios mío!, ¿qué harán con ese brazo?) Y calla, porque María no es mujer de lanzar campanas a rebato, sino de hacer silencio, ofrecer y reparar... como toda su vida de Nazaret, como toda su vida.

La Virgen no deja de sonreír, pero tiene en la mirada ese deje de melancolía, de suave tristeza, de profunda conmoción. A la Virgen le duele que le hayan robado, pero más le duele que le hayan roto su Niño, aquí los profanadores en su imagen y en las almas, por los pecados. ¡Y está tan roto su Niño...! Es un dolor que atraviesa de uno a otro costado: como una espada de justicia que no encontrara donde descargar más que en un pecho purísimo, sin culpa ni mancha.

¿Que no le habrán mirado los tonticos ladronzuelos? Me creo que sí, pero de refilón. La habrán visto muda y ciega, como de mentira, y hasta se habrán mofado (espero que no, bastante ha sido, Señor). Pero Ella si que los habrá mirado, y habrá mudado su sonrisa por un lastimoso semblante, como de Niña perdida, de mujer violentada... Si la hubieran mirado... Ella los estaba esperando, para mirarles, para darles con sus ojos todo el amor, al Amor... y hubieran encontrado el mayor tesoro, menos vendible aún que una corona de virgen, más precioso aún que todas las joyas del mundo.

Vayamos a Segovia y desagraviemos: que nos vea María a sus plantas mirándola, esperando su sonrisa, porque se sonreirá al vernos quererla consolar. Vayamos con el corazón, que no cuesta y es rápido, a rezar ahora una salve, una gran salve, pidiendo que nos mire con misericordia.

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