En (pobre) tierra de todos

He terminado el libro de Olaizola "En tierra de todos", con la satisfacción de haberlo terminado. Hacía tiempo que no me leía en tan poco tiempo un libro entero porque, acostumbrado a leer ensayos sesudos y a ser poco disciplinado, sobre todo, entre tomar notas y subrayar frases memorables se me iban acumulando otras lecturas, y sustituir un libro con otro, con la falsa esperanza de volver a él con más calma.

No, Eduardo, no. Ahora es tiempo de lectura, ahora es día de salvación.

La verdad es que el libro del jesuita es de ágil lectura, aunque hay que tener estómago (en la página 93 hay una comparación zafia entre McCarrick y Pell, y la cristología de las 105 y 106 es para echarse a llorar). Que en la Iglesia hay un cisma sólo lo pueden negar los cismáticos, a los que interesa que -cisma, cismando- todo se desmorone, y no se encuentre a nadie piqueta en mano. Buen escritor, buen sociólgo, mal teólogo, toda la perspectiva del libro gira en torno al "yo" del autor, a sus neuras y sus complejos, a la dificulta de ser católico en esta Iglesia y de hacer ver que no está solo. Cierto, hay demasiada gente que ha invertido los papeles y quiere que la doctrina sancione y ratifique su fe, en vez de dejarse enseñar y conducir por la Sagrada Escritura y la Tradición, por el Magisterio de la Iglesia.

Ya, ya sé que me estoy ganando una contestación del tipo: "pues tú bien que disientes y amoldas las enseñanzas de la Iglesia cuando te conviene". Es el argumento infantil del "tú más", porque en este pontificado francisquista hay muchas cosas que nos hacen sentir incómodos. Sí, es verdad: yo también fui un fanboy de Rtzngr (q.D.g.m.a.) en mis tiempos mozos, deslumbrado por una inteligencia y valentía poco habituales; pero me he convertido, y precisamente, ese brinco y pirueta doble mortal que ha sido el cambio de pontificado -no tengo tan claro que haya cambiado el pontífice- hace ver lo que es transitorio y lo eterno, lo contingente y lo neceario.

Y esa es la falla fatal del libro: el magisterio sirve a la Iglesia enseñando la fe, no con ocurrencias. Soy el primero en aceptar y alabar lo que el Papa enseña como maestro de la fe,  faltaría más, y muestra el camino a la Iglesia. Pero con un Papa que habla tanto hay que discernir qué es cháchara, qué opinión respetable y qué ejercicio magisterial.

-¡Ya estamos!
- Señora, por favor, déjeme terminar.

Digo, que no todo lo que enseña un papa tiene el mismo rango en el magisterio: una encíclica no es lo mismo que una supuesta conversación que redacta -de memoria- el director jubilado de un periódico. Y en estos años, parece que tienen más fuerza o hacen más ruido las intervenciones extraoficiales que el propio magisterio.

Bueno, que yo venía a hablar del libro.

A mí me enseñaron que los lugares teológicos -desde donde la reflexión teologica construye su discurso- son tres: Escritura, Tradición y Magisterio. Sin embargo, en este libro prueba con una muestra que en gran parte de la Iglesia el único lugar teológico válido es la propia circunstancia, la vida, el hecho concreto de mi situación personal; y, por él, ha de ser entendida la Tradición, el Magisterio y hasta la Sagrada Escritura. ¡Se ha invertido el proceso! No es mi vida la que tiene que convertirse al evangelio según la enseñanza de la Iglesia, sino la enseñanza de la Iglesia adaptarse a mi vida, e incluso, adaptar el evangelio. ¿Cómo entender, si no, que quiera validarse el adulterio y la comunión a los adúlteros después de Amoris Laetitia, su dichosa nota a pie de página y la aprobación papal a la interpretación de los obispos argentinos? ¡Hay que reinterpretar Mateo 19! No deja de ser un guiño divino los otros dos relatos que acompañan la enseñanza nítida del Señor sobre el matrionio y el divorcio: cuando le presentan a los niños, y los bendice, y el encuentro con el joven rico. No hay conversión sin volver a dejarnos enseñar, no hay salvación sin ser capaz de renunciar por Cristo.

Sí, es duro, pero no creo que haya otro camino: conversión. Yo, que escribo esto, y que te estaré pareciendo un orondo inquisidor que, bajo su rígido semblante, esconde infinitud de corrupciones aún peores -¡cuánto daño has hecho, Lutero!-, y no soy sino un sacerdote que tiene sus dudas, que es muy imperfecto, más aún, que sabe que no es nadie para enseñar, menos a otro sacerdote con más años, más experiencia y más entrega que yo.

Pero no puedo dejar de defender a mi madre, la Iglesia.

No, no creo que la Iglesia tenga que cambiar, mucho menos adoptar ese tono gris indefinido para no ofender a nadie, aún menos, ese mínimo común divisor que nos haga coincidir al menos, en la divinidad de Cristo y el Sermón de la Montaña. No, porque la Iglesia no es -solo- una institución humana; es la Esposa de Cristo, su Cuerpo místico, mi madre y mi familia... y de ella me gustan hasta los defectos.

Si tengo que resumir mi impresión del libro sería esa: me ha dejado triste, porque he echado de menos a Cristo. Sí, está, pero queda muy al fondo, al a izquierda, como una causa primera... y que hoy tiene poco que decir; o mejor, que calla y otorga porque está, pero no se le espera.

Pero Cristo viene, y ¡ójala nos pille con las lamparas encendidas! No quiero ver la mía titubeante.

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