Toda limpia
Señor, si quieres, puedes limpiarme... ¡Quiero, queda limpio! Si sorprende la humildad del leproso, la respuesta parece más maravillosa aún, pues Cristo no se limita a dar lo que con tanta confianza se le pide, sino que él mismo ocupa el lugar que antes tenía el leproso: fuera del pueblo, donde prescribía la ley de Moisés que habían de estar los afectados de esa enfermedad. Perfecto en todo, asumió la carga de ser un proscrito de la ley. Tal y como habría de morir: fuera de la ciudad santa, para que nosotros tuviéramos acceso a la Jerusalén del Cielo. Cristo, limpieza del alma, no podía sino generar hermosura a su alrededor. Aquél pobre leproso encuentra la alegría, la paz y se reintegra en la comunidad del pueblo elegido por dejarle entrar en su corazón al Corazón de fuego, que todo lo ilumina, que todo lo sana... Brilla María, estrella de la nueva evangelización, como limpieza primorosa de Dios: en su mirar, en su Corazón, sus intenciones y sentimientos... Quiso el Eterno que...